Prólogo del prologador
Junto a un contenedor de basura
orgánica rodeado de monitores de PC y televisores obsoletos (supongo que por la
irrupción del TDT), encontré un teléfono móvil dorado, como enchapado en
bronce, sin la parte de atrás de la carcasa. La verdad, más que sorprenderme,
me dio pena semejante destino para un objeto tan conscientemente cursi.
A fin de liberarlo un poco de la
humedad y de la mugre, mientras caminaba rumbo al bar del puerto, empecé a
frotarlo con esmero contra una manga de mi abrigo y, al verlo brillar, relucir
así de agradecido, decidí dirigirme a un cambalache de cosas robadas, quiero
decir, a una compraventa de cosas usadas llamada Bagdad -subiendo Avda.
Finisterre, todo recto, a mano derecha-; donde le procuré un flamante cargador,
ignorando las burlas o lo que demonios murmurase el encargado árabe. Para
sorpresa de ambos, en la desvaída tienda repleta de cachivaches y vacía de
clientes, el perjudicado cacharrito se encendió. Funcionaba. Pero sólo en Modo
Cámara. Con interferencias, con molestos parpadeos, aún hacía fotos ...
Entonces, creo que mientras rebuscaba dinero en los bolsillos, el mercader se
puso de rodillas ante mí y empezó a gesticular y a hablar cada vez más y más
fuerte en su lengua nativa, sin importarle si le comprendía, al tiempo que
sacudía con violencia la cabeza imprimiéndole un negativo vaivén al turbante
que me rozaba la nariz.
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