Canadá, Richard Ford, p. 22-23
Consecuentemente, lo que a mí me
empezó a importar de verdad fue el colegio, algo que constituía un hilo
constante en mi vida, además de mis padres y mi hermana. Nunca quería que se acabara
el colegio. Me pasaba dentro de él todo el tiempo que podía, leyendo
detenidamente todos los libros que nos daban, estando siempre al lado de los
profesores, imbuyéndome de los olores escolares, que eran idénticos en todas
partes y distintos de todos los demás. Saber cosas se convirtió en algo muy
importante para mí, con independencia de cuáles fueran esas cosas. Nuestra madre
sabía cosas y las apreciaba. Y o quería ser como ella a este respecto, ya que
sería capaz de conservar las cosas que sabía, y éstas me acreditarían como
alguien polifacético y prometedor, características que eran muy importantes
para mí. No importaba si no pertenecía a aquellos lugares: pertenecía a sus
colegios. Era bueno en lengua y literatura, en historia, en ciencias y en matemáticas,
materias en las que también mi madre era buena. Cada vez que levantábamos el
campo y nos mudábamos, lo único que era capaz de infundirme miedo de aquella
circunstancia de la vida era que por una u otra razón no pudiera volver al
colegio -fuera éste cual fuera-, o que el hecho de marcharme haría que me
perdiera algún saber crucial capaz de asegurarme el futuro y que no pudiera
obtenerse en ningún otro sitio. O que tuviéramos que irnos a algún sitio donde
no existiera ningún colegio para mí. (En cierta ocasión se habló de Guam.) Me
daba miedo acabar no sabiendo nada, no tener nada en que basarme, nada que
pudiera distinguirme. Estoy seguro de que todo eso era herencia de mi madre,
que albergaba el temor de una vida sin recompensa. Aunque también podría haber
sido que nuestros padres, atrapados en el torbellino de la confusión cada día más
densa de sus propias vidas jóvenes -no estando hechos el uno para el otro,
probablemente no deseándose físicamente como lo habían hecho de forma breve al
principio, convirtiéndose más y más en satélites del otro y acabando por sentir
un resentimiento mutuo sin ser demasiado conscientes de ello-, no nos
ofrecieron a mi hermana y a mí nada muy sólido a lo que aferrarnos, que es lo
que se supone que los padres tienen que ofrecer a sus hijos. Pero culpar a los
padres de las dificultades de tu propia vida al final no te lleva a ninguna
parte.
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