De El festín del amor de Charles Baxter, p.214
Hay un cuento de Kierkegaard que me gusta especialmente Un
filósofo construye un palacio enorme pero, para sorpresa de todos, no vive en
él sino que establece su residencia en una perrera adyacente. El filósofo se
ofende cada vez que alguien le recrimina que viva de esa manera ridícula. ¿Pero
cómo habría podido construir el palacio, responde, si no hubiese vivido también
en la perrera?
Parece un chiste judío. Kierkegaard realizó grandes esfuerzos
por vivir en el palacio de pensamiento que se había construido, pero
naturalmente no pudo gobernarlo, proclive como era al furor polémico y a una
singular especie de desdicha espiritual derivada del despecho. Además, uno acaba
cogiendo apego a la caseta del perro y al cuenco de sobras diario. Tercamente
ocupamos la perrera para demostrar que teníamos razón al habernos establecido
en ella.
La historia sobre Kierkegaard que me gusta es la que cuenta que
se cae de un sofá en una fiesta, borracho. Tendido en el suelo, empieza a
referirse a sí mismo en tercera persona cuando los demás invitados intentan
ayudarle a levantarse “Oh, déjalo ahí -dice, hablando de su propio cuerpo. Mañana
por la mañana lo barrerán las criadas.”
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