De La invención de la soledad de Paul Auster, p.22
Como nada tenía demasiada
importancia, él se arrogaba la libertad de hacer lo que quería (colarse en los clubs de tenis, hacerse pasar
por crítico gastronómico para conseguir una comida gratis) y el encanto que
desplegaba para lograr estas conquistas era precisamente lo que las hacía
carecer de sentido. Ocultaba su verdadera edad con una vanidad digna de una
mujer, inventaba historias sobre sus negocios y hablaba de sí mismo sólo de
forma indirecta, en tercera persona, como si se refiriera a un conocido (“Un
amigo mío tiene este problema, ¿qué crees que debería hacer al respecto? ...”).
En cuanto se sentía obligado a revelar una parte de sí mismo, salía del escollo
contando una mentira. Al final, las mentiras le salían de forma automática y
mentía por mentir. Su principio era decir lo menos posible; de ese modo, si la
gente descubría la verdad sobre él, no podrían usarla en su contra más tarde.
Sus engaños eran una forma de comprar protección. Por lo tanto, lo que la gente
tenía ante sí no era realmente él, sino un personaje que había inventado, una
criatura artificial que manipulaba para a su vez poder manipular a otros. Él
mismo permanecía invisible, como un titiritero que maneja los hilos de su álter
ego desde su escondite oscuro y solitario detrás de las cortinas.
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