De El festín del amor de Charles Baxter, p.40-41
Amar a los hombres siempre me
pareció un reto. Al principio pensaba
que debía hacerlo, que no había alternativa. Pensaba que era imposible amarlos
en general; no debería decir esto. Pero, en fin, míralos. Si eres un hombre es
probable que no comprendas cómo son. Es
sorprendente que una mujer pueda estar casada con uno de ellos. Casi todos los
que conozco son autoritarios, o pasivos y obsesivos, y cuando pasan de los
veinticinco años, más o menos, dejan de ser guapos. A los que son de buen ver
les contrata la industria fotogénica. En la mayoría de los casos que conozco,
la belleza no figura en el número que interpretan. Así que hay que tacharla
inmediatamente de la lista de culpables. Y queda su conducta.
Se enfurruñan, muchísimos
hombres. Los que yo conozco son rencorosos y se ponen violentos casi por gusto.
¿Se ha fijado? Pregunte por ahí. Como sexo, siempre están –usted también-
tramando algo, o por lo menos parece que traman, porque nunca se sabe lo que
están pensando. Lo se por experiencia. Se pasan los días sentados y rumian. Después
de rumiar, el potencial de fuego. Bueno, ya sé que estoy generalizando, pero me
da igual, porque es mi modo de verlo y
no necesito demostrarlo, lo cual es emocionante.
Diré que una de las cosas que me
gustan de los hombres es que normalmente saben cómo funcionan los pequeños chismes.
Son buenos arreglando esto y aquello. Pero esa habilidad no conduce a la pasión
sino sólo a un empleo retribuido. Claro que aquí sólo estoy hablando del historial
de los hombres que he llegado a conocer en mi corta vida. Pero una muestra es
una muestra, y le estoy describiendo a usted lo que he observado. Te atrapan
con menudencias. Tienen su pequeño repertorio de mañas.
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