De Invasión de David Monteagudo, p.104
En la biblioteca que había dejado
su padre -alrededor de trescientos volúmenes, repartidos entre una estantería y
un baúl- García hizo jugosos hallazgos, viejos conocidos de la infancia, esos
libros que de niño veía a diario, atraído por la portada pero sin la menor
intención de leerlos, junto a otros que ahora descubría y que le sorprendían
agradablemente, a él, que en cualquier feria del libro huía de las novedades y
buscaba más bien en los puestos de segunda mano. García comprendió, desde su visión
de adulto exigente, con un criterio ya formado, por qué su padre releía una y
otra vez algunos libros; y acabó descubriendo que bastaba con buscar los
volúmenes que estuvieran más deteriorados, los más blandos y manoseados, para
acertar con la lectura potente y enjundiosa que no le decepcionaría.
García reflexionó a la luz de
aquellas largas sesiones de lectura, de aquellos momentos de evasión, de
genuino placer estético, en los que la realidad pasaba a un segundo plano, y
pensó que había perdido la capacidad de emocionarse mirando a las estrellas,
pero no la de aislarse y escapar de este mundo, perdiéndose entre las páginas
de un libro; y que si algo le había ocurrido es que se había vuelto más
exigente, más selectivo al escoger lo que leía, pues su mayor bagaje y
capacidad crítica le impedía disfrutar de ciertas lecturas que en su
adolescencia le habrían entusiasmado. Pensó, en definitiva, que se estaba
haciendo viejo, pues mientras su cabeza era cada vez más rica, su corazón se
iba secando y empobreciendo.
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