PRELUDIOS
El hombre -yo, esta criatura
pálida, y ninguna otra, al parecer- despierta asustado, enredado en las
sábanas.
La habitación oscurecida, las
puertas medio cerradas del ropero y la esbelta lámpara con listones de pino en
la mesilla de noche: no las reconozco.
En el extremo opuesto del cuarto, la claridad lejana de la farola que envuelve
el estor posee un inquietante resplandor ingrato. Ninguno de estos objetos
hasta ahora familiares me resulta conocido. Lo que es peor, no me recuerdo ni
me reconozco. Me siento en la cama; en realidad, me tambaleo, presa de un suave
terror somnoliento, hacia la postura vertical. Hay un demonio aquí, uno sin
nombre, el demonio de la tachadura y el olvido. No logro desprenderme de esta
sensación porque mi cerebro no funciona y, debido a eso, la piel que me hospeda
no se ha convertido todavía en mí.
Al mirar la oscuridad, tengo
flotadores ópticos: ahí, en la pared de enfrente, hay engranajes que giran por
separado y luego se acercan unos a otros hasta que sus piñones se fusionan y
giran al unísono.
Luego noto la mano de ella en la
espalda. Ella, ya acostumbrada a mis amnesias nocturnas, extiende la mano,
soñolienta, desde su lado de la cama
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