García pensó que aquella noche hablaría
de todo aquello con su mujer: de la visión que lo había originado todo, de la
inquietud que le había causado durante unos días, de la opinión de Marqués y su
teoría psicológica. Ahora que ya había abierto el fuego, no le importaba hurgar
un poco más en el asunto; incluso tenía curiosidad por saber lo que opinaría su
mujer, cómo analizaría los hechos y qué tono adoptaría para hablar de ello.
Garda recordó con nostalgia -una nostalgia teñida de renuncia y escepticismo-
las largas conversaciones con Mara, cuando se conocieron y empezaron a salir
juntos; las tardes enteras en la mesa de algún bar, frente a unos cafés con
leche, hablando de todo lo divino y lo humano, profundizando en cada idea hasta
hundirse en las aguas inseguras -que en realidad ninguno de los dos dominaba-
de la filosofía. Con qué placer habrían hablado entonces, veinte años atrás, de
un asunto tan jugoso, tan atractivo para la polémica como los límites entre lo
real y lo irreal, la frontera entre la cordura
y el trastorno psíquico, la naturaleza de la percepción, de la
"realidad", y todas aquellas cosas que se vuelven más interesantes
con la ayuda de unas comillas enfáticas. Ahora la cosa era bien diferente. Por
poco que se sincerase consigo mismo, García tenía que reconocer que Mara y él
se habían distanciado mucho a lo largo de los quince años que llevaban viviendo
juntos. En algún momento -que ahora ya era incapaz de precisar- sus intereses,
los verdaderos intereses vitales, aquellos que te hacen desear que llegue el día
siguiente, habían divergido callada, irrevocablemente, favorecidos por el
espejismo de una convivencia tácita, sin discusiones ni altibajos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario