De El festín del amor de Charles Baxter, p. 256-257
Bradley, que se había equivocado al
casarse conmigo, no ocupaba mis pensamientos, pero David sí, y mis otras
preocupaciones eran la duración probable de nuestro asunto y su posible
asistencia a aquella reunión social. La estatua del niño estaba reclinada en mi
patio trasero.
Si te has divorciado hace poco, y
eres una mujer, durante cierto tiempo no sabes qué ponerte. Te pones el vestido
de tirantes azul claro, pero no te gusta lo huesudos que tienes los omoplatos
-la gente hará comentarios sobre tus hábitos diéteticos o tu estado físico,
porque se muere de ganas de conocer tu estado de ánimo-, y entonces te lo
quitas y te pones unos vaqueros, pero eso es pretencioso y exagerado si no son
nuevos y de la talla exacta, así que los cambias por una falda sencilla, pero
como la falda y la blusa son demasiado sencillas: al instante te conviertes en
una de esas que visten ropa de confección insípida, sin clase ni complemento alguno.
Así que lo que haces es ponerte una de las camisas que David se dejó en el
dormitorio un día, una tarde de verano en que huyó de tu presencia en camiseta,
abotargado y aturdido por el sexo, la camiseta con el logotipo de la librería
estampado en ella. Luego te pones los vaqueros. No te metes la camisa, la azul
de tela vaquera de David, sino que la dejas colgando por fuera. Luego sí la
remetes. Te preguntas si la reconocerá su mujer, la mal llamada Katrinka. En tus
momentos más malévolos, has empezado a considerar interesante la perspectiva de
que sí la reconozca. Podría armar una escena y airear su indignación. Hasta
puede que semejante perspectiva fuera maravillosa. Animaría la fiesta.
En la foro Prêt-à-Porter de R.Altmanr
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