De La invención de la soledad de PAuster, p. 67
A veces, su resistencia a gastar
dinero era tan grande que parecía una enfermedad. Nunca llegó al punto de
privarse de lo que necesitaba (pues sus ·necesidades eran mínimas), pero era
algo más sutil, cada vez que tenía que comprar algo, optaba por lo más barato.
Comprar barato constituyó para él una forma de vida.
Implícita en esta actitud, había
una concepción primitiva de las cosas. Todas las distinciones quedaban
eliminadas, todo se reducía a ese último común denominador. La carne era la
carne los zapatos, zapatos, una pluma era una pluma. No importaba que uno
pudiera elegir entre cuello y bistec, entre bolígrafos desechables de treinta
centavos y plumas de cincuenta dólares que duraban veinte años. Los objetos
verdaderamente finos eran algo casi repudiable: había que pagar un precio
desproporcionado por ellos y eso los convertía en algo moralmente defectuoso. A
un nivel más general, esto se traducía en un estado permanente de privación
sensorial: al cerrar los ojos ante determinadas cosas, se negaba a sí mismo el
contacto íntimo con las formas y las texturas del mundo, se privaba de la
posibilidad de experimentar placer estético. El mundo al que se asomaba era un
lugar práctico. Cada cosa tenía un valor y un precio, y el truco consistía en
obtener las cosas que uno necesitaba a un precio lo más cercano posible a su
valor. Cada objeto era concebido sólo en términos de su función, juzgado sólo
por lo que costaba, nunca como algo intrínseco con sus propias cualidades
especiales. Supongo que en cierto modo
esa actitud debe de haberle hecho observar el mundo como un lugar aburrido,
uniforme, descolorido, sin dimensiones. Si uno observa al mundo sólo a través
del prisma del dinero, acaba por no ver nada en absoluto.
Cuando era pequeño hubo momentos
en que me hizo sentir muy avergonzado en público. Regateaba con los
comerciantes, se ponía furioso por un precio alto y discutía como si su propia hombría estuviera en entredicho. Puedo
recordar con claridad cómo me sentía languidecer y me entraban deseos de estar
en cualquier otro lugar del mundo menos allí. Me viene a la memoria un
incidente en particular: todos los días durante dos semanas, a la salida del
colegio, había ido a una tienda a admirar el guante de béisbol que quería. Por
fin, cuando mi padre me llevó a la tienda a comprarlo, reaccionó con tal
violencia ante el vendedor que temí que acabara por pegarle. Asustado y lleno
de angustia le dije que en realidad no quería aquel guante. Cuando salíamos de
la tienda me ofreció un helado y comentó que después de todo aquel guante no
era muy bueno.
-Algún día te compraré otro
mejor.
Mejor, por supuesto, significaba
peor.
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