De El festín del amor de Charles Baxter, p. 102-103
Descolgué el teléfono y dije: “¿Sí?».
Desde el otro extremo del continente desde la costa oeste, empezó a hablarme mi
hijo Aaron. Con una voz de cólera incansable, me maldijo a mí y a su madre, acostada a mi lado.
Una vez más invitado a escuchar la
historia de cómo había arruinado la vida de mi hijo, destruido su alma, de cómo
le había sacrificado a los diablos y ángeles de la ambición frustrada. De un
modo soporífero hallaba palabras con que herir mi corazón. Acusación: había
esperado de él más de lo que él podía dar de sí. Acusación: había concebido
esperanzas sobre él que le habían, dijo, enloquecido. Acusación: yo era quien
era. Loco, enfermo y lleno de maldad, describió con detalle su locura y su
enfermedad, sus terribles impulsos de hacer daño a los demás y a sí mismo, como
si yo no hubiera escuchado esta historia muchas veces, varias veces,
innumerables veces. Cuchillas, alambres, gas. Me llamó a mí, a su padre, un
hijo de puta. Me dijo que no quería que siguiese siendo su padre. Luego rompió
a llorar y pidió dinero. Exigió dinero. Desde la nada, desde la eterna noche de
su vida, exigió dinero en efectivo. Yo también lloraba de tristeza y rabia,
apretando el auricular muy fuerte contra la oreja para que Esther no oyera una
palabra. Tapando el micrófono con la mano, le pregunté si había hecho daño a
alguien, si se había herido él mismo, y respondió que no, pero que lo estaba
pensando, que cada minuto lo planeaba de antemano, planeaba monstruosas calamidades
personales, necesitaba ayuda, pedía ayuda, pero antes necesitaba el dinero, ya,
en aquel mismo instante, mi dinero, cantidades extraordinarias de dinero. No me
hagas ser tu salero sacrificial, dijo, y luego se corrigió, tu cordero
sacrificial, no lo hagas, no vuelvas a hacerlo. A sabiendas de que era un
error, dije que vería qué podía hacer, le enviaría lo que tuviese. Pareció
calmarse por un momento. Respiraba de forma estruendosa. Me deseó cordialmente buenas
noches, como al término de una actuación eficaz.
Tener un hijo o una hija así es
como tener una porción del alma muerta, marchita y sin posibilidades de sanar.
Ves al alma perdida de tu hijo flotar en los éteres de la eternidad. La ética
es un sueño, y la ternura un fantasma diurno que se desvanece cuando llega la
noche. Esther y yo, con los ojos abiertos, permanecimos abrazados hasta el
alba. Mi querida mujer lloró en mis brazos, los dos teníamos el corazón destrozado.
Vivimos en una ciudad grande de la que somos los únicos habitantes.
Kafka: Una vez que se responde a
una falsa alarma del timbre nocturno, ya no tiene remedio.
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