Cuando sonó el teléfono Gill
estaba fuera, rastrillando las hojas y formando montones cobrizos, mientras su
marido los arrojaba a una hoguera con la pala. Era una tarde de domingo de
finales de otoño. Entró corriendo en la cocina al oírlo sonar, y enseguida sintió
cómo la envolvía el calor del interior, sin haberse dado cuenta hasta ese
momento del frío que empezaba a hacer. Seguramente helaría por la noche.
Después desanduvo el camino hasta
la pequeña hoguera, desde la que un humo gris azulado se elevaba en volutas hacia
un cielo que ya comenzaba a oscurecer. Stephen se dio la vuelta cuando la oyó
acercarse. Vio en sus ojos que eran malas noticias, e inmediatamente se le vinieron
sus hijas a la cabeza: los peligros imaginarios del centro de Londres, las
bombas, los trayectos en metro o autobús, antes rutinarios, convertidos de
repente en apuestas a vida o muerte.
-¿Qué pasa?
Y cuando Gill le dijo que
Rosamond se había muerto al final a los setenta y tres años, no pudo evitar que
le invadiera una vergonzosa sensación de alivio.
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