La primera vez que vio a un
gigante, Garda estaba tomando una cerveza en la terraza de un bar. Entonces no
lo identificó como tal, tan sólo pensó que se trataba de una persona
anormalmente alta; pero lo cierto es que, ya aquella primera vez, la visión le
produjo un indefinible malestar, no tanto por la desmesurada altura del
gigante, como por el hecho, insólito y sorprendente, de que nadie pareció
reparar en su presencia.
La terraza ocupaba un ángulo de
la plaza porticada, junto a los puestos del mercado de frutas y verduras. La mañana
era tibia y soleada. En una de las pequeñas mesas de aluminio, Garda -con un
dedo entre las páginas de un libro- disfrutaba de la agradable temperatura del
aire, del cosquilleo de la cerveza a medio consumir, del contraste entre los
soportales frescos, umbríos, y la porción de plaza bañada por el sol, con las
movedizas sombras de las hojas de los árboles en el pavimento. Posponiendo por
unos instantes la lectura -que esperaba paciente y segura entre sus dedos-,
Garda contemplaba el rutinario ajetreo de mozos y vendedores en los puestos del
mercadillo, cuando vio algo que llamó su atención en el otro extremo de la
plaza. Entre los viandantes que llegaban por una de las calles adyacentes, en
un Rujo moroso y discontinuo, apareció una figura exageradamente alta, una
persona, un hombre que avanzaba con
pasos lentos y desgarbados
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