De El cerco de Londres de Henry James, p.96
-¿Está mirando nuestros libros? Me temo que son bastante aburridos.
-¿Aburridos? ¡Pero si están tan resplandecientes como el día
en que fueron encuadernados! -Y volvió las relucientes tapas del libro hacia
ella.
-Me temo que hace bastante tiempo que no me fijo en ellos -murmuró
la dama, acercándose a la ventana, desde la que se quedó mirando hacia fuera.
Más allá del límpido cristal se extendía el parque, donde el
color gris del atardecer empezaba a colgarse de las grandes ramas de los
robles. El lugar parecía frío y vacío, y los árboles tenían un aire de
consciente importancia, como si la naturaleza de alguna manera hubiera sido
sobornada para que se pusiera de parte de las grandes familias del condado.
Lady Demesne no era una persona con quien se pudiera conversar fácilmente; no
era ni espontánea ni pletórica; se controlaba a sí misma, controlaba muchas
cosas. Incluso su simplicidad era de conveniencia. Aunque de una conveniencia
bastante noble. Uno podría haber sentido lástima por ella, si hubiera visto que
vivía en una constante, tensa comunión con ciertos rígidos ideales. Esto la
hacía parecer, a veces, muy cansada, como una persona que se ha comprometido en
demasía. Daba la impresión de una quieta luminosidad, que nada tenía que ver
con la brillantez, sino con una pureza preservada cuidadosamente. No dijo nada
durante un momento y su silencio tenía la apariencia de estar cargado de
intención, como si quisiera hacerle saber que tenía algo que tratar con él, sin
tomarse la molestia de anunciarlo. Se había acostumbrado a que la gente
supusiera lo que ella quería decir y a poder ahorrarse la molestia de
explicarse. Waterville realizó algún comentario fortuito sobre la belleza de la
tarde - aunque de hecho el tiempo había empeorado- al que ella no se dignó dar respuesta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario