La solemne cortina de terciopelo
que constituía el telón de la Comédie Française había caído tras el primer acto
de la obra y nuestros dos americanos habían aprovechado el intervalo para salir
del enorme y caldeado teatro en compañía del resto de los ocupantes de las butacas.
No obstante, fueron de los primeros en volver y dejaron correr el tiempo que
les quedaba del entreacto observando la sala que había sido recientemente
depurada de sus añejas telarañas y decorada con frescos ilustrativos del drama
clásico. Durante el mes de septiembre, en el Théatre de la Comédie Française,
la afluenciade público es relativamente escasa y, en esta ocasión, el drama, La
Aventuriere de Émile Augier, no tenía precisamente pretensión de novedad.
Muchos de los palcos estaban vacíos, otros ocupados por personas de aspecto
provinciano o trashumante. Dichos palcos estaban situados algo lejos de la
escena, más bien a la altura de donde se hallaban nuestros espectadores, pero,
incluso a cierta distancia, Rupert Waterville podía apreciar ciertos detalles.
Se complacía en degustar los detalles y, siempre que iba al teatro, hacía uso
de unos delicados pero potentes anteojos. Sabía que era un acto impropio de un hombre
verdaderamente distinguido y que era una falta de consideración apuntar hacia
una dama un instrumento que era tan sólo algo menos injurioso en sus efectos
que una pistola de dos cañones; pero siempre le vencía la curiosidad. Además,
estaba seguro de que, en aquel momento y en la representación de aquella
antigualla, así le placía calificar la obra maestra de un académico, no podía
ser visto por nadie que le conociera.
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