“No me importa que llueva en
verano. Hasta me gusta. Es mi lluvia favorita”. “¿Tu lluvia favorita?”, dijo
Thea. Recuerdo que frunció el ceño sopesando aquellas palabras, y luego
exclamó: “Pues la mía es la lluvia antes de caer.” Rebecca se sonrió al oír aquello,
pero yo dije (en plan pedante, supongo): “Pero, cielo, antes de caer, en
realidad no es lluvia.” Y Thea me dijo: “¿Y entonces qué es?” Y yo le expliqué:
“Pues es sólo humedad. Humedad en las nubes.” Thea bajó la vista y se concentró
una vez más en escoger los guijarros de la playa; cogió dos y se puso a
golpearlos uno contra otro. Parecía que el ruido y la sensación le gustaban. Yo
seguí: “¿Entiendes entonces que no existe la lluvia antes de caer? Tiene que
caer para que sea lluvia”. Era una
tontería explicarle aquello a una niña pequeña; casi me arrepentía de haber empezado. Pero por lo visto Thea no tenía
ningún problema en captar la idea; más bien al revés, porque al poco rato se
quedó mirándome y meneó la cabeza con gesto de pena, como si discutir aquellas
cosas con una idiota estuviera poniendo a prueba su paciencia. “Ya sé que no
existe” dijo. “Por eso es mi favorita. Porque no hace falta que algo sea de verdad
para hacerte feliz, ¿no?” Luego echó a correr hacia el agua sonriendo
abiertamente, encantada de haberse salido con la suya gracias a su propia
lógica.
La tormenta nunca nos alcanzó. La
vimos estallar sobre las montañas lejanas, y después alejarse hacia el este, pero
las orillas del lago se libraron de ella. Nos preparamos la cena y acostamos a
Thea. Enseguida volvió a despejarse el cielo, y brillaron las estrellas sobre
nosotras. La luna proyectó un sendero de plata sobre la superficie inmóvil del lago
.
(Imagen de E. O'Bryan)
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