Yo nací en 1896 y mis padres se
casaron en 1919. Casi un cuarto de siglo podrá parecer un plazo excesivo para que
alguien se decida a hacer algo, pero supongo que cuanto más se aplazan esas
ceremonias menos indispensables parecen y que, a medida que pasaron los años,
mis padres se fueron olvidando de lo anómala que era su situación. Mi tía
Bunny, la hermana menor de mi madre, sostenía que, de no haber intervenido ella
por segunda vez, nunca se habrían casado y yo seguiría siendo un bastardo como
mi difunto hermano. Su primera intervención tuvo lugar al principio. Como es
lógico, su familia se encontraba entonces en un estado de gran agitación:
aparte de otras consideraciones, en la época victoriana las relaciones
irregulares eran mucho más reprobables ante los ojos de la gente de lo que lo
son en nuestros días. Puedo imaginarme lo consternada que estaría sobre todo mi
abuela materna, que toda su vida había tenido que hacer frente a esa misma
situación, pues ella era hija ilegítima. Al no conseguir tener hijos de su
esposa, su padre, que se llamaba Scott, había recurrido a una tal señorita
Buller, una chica de buena familia, por supuesto, que aseguraba tener a dos
almirantes entre sus antepasados, la cual le dio tres hijas y murió al dar a
luz a la última de ellas.
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