De La invención de la soledad de Paul Auster, p.21
La mayoría de estas fotografías
no me decían nada, pero me ayudaron a llenar lagunas, a confirmar impresiones,
me ofrecían pruebas a las que nunca había tenido acceso. Una serie de
instantáneas de su época de soltero, por ejemplo, probablemente tomadas en diferentes
años, reflejaban una síntesis exacta de ciertos aspectos de su personalidad que
habían pasado inadvertidos durante sus
años de matrimonio, una faceta de él que no descubrí hasta después de su
divorcio: mi padre como bromista como hombre de mundo, como juerguista. En esas
fotografías está retratado con mujeres, por lo general dos o tres, todas ellas en
poses cómicas, enlazadas por los brazos, o dos de ellas sentadas sobre su
falda, o dándose un beso teatral para complacer al que sacaba la foto. Como
fondo, una montaña, una cancha de tenis, tal vez una piscina o una cabaña
de-troncos. Eran recuerdos de excursiones de fin de semana a varios puntos de
Catskill en compañía de sus amigos solteros, donde jugaban al tenis y pasaban
un buen rato con las chicas. Siguió con ese tren de vida hasta los treinta y
cuatro años.
Era el estilo de vida que de
verdad le seducía y puedo entender por qué volvió a él después de su ruptura
matrimonial. Cuando a un hombre la vida le resulta tolerable sólo si permanece
en la superficie de sí mismo, es natural que se sienta satisfecho obteniendo
esa misma superficie de los demás. Tiene que responder a pocas demandas y no
necesita comprometerse. El matrimonio, por el contrario, le cierra esa puerta.
La existencia queda confinada a un espacio estrecho en el que uno se siente forzado
a mostrarse a uno mismo de forma constante y, por consiguiente, obligado a
mirar hacia el interior de uno mismo, a examinar las profundidades de su propio yo. Cuando la puerta está abierta,
nunca hay ningún problema, siempre es posible huir y uno puede evitar incómodas
confrontaciones con uno mismo o con los demás simplemente marchándose.
La capacidad de evasión de mi
padre era casi ilimitada. Dado que el ámbito del otro era irreal para él, hacía
sus incursiones en él con la parte de sí mismo que él consideraba igualmente irreal, su otro yo, al que había entrenado
como actor para representarse a sí mismo en la frívola comedia universal. Este yo sustituto era
en esencia una broma, un niño hiperactivo, un fabricante de historias
fantásticas, incapaz de tomar nada en serio. Como nada tenía demasiada
importancia, él se arrogaba la libertad de hacer lo que quería
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