En lo hondo la calle, pesada y
pomposa, bajo mi ventana. Tiendas en semisótanos donde las luces están todo el
día encendidas, a la sombra de fachadas cargadas de balcones, frontis de estuco
sucios, realzados con volutas y emblemas heráldicos. El barrio entero es así:
calles y más calles flanqueadas de casas destartaladas y monumentales como
cajas fuertes, atestadas con las deslustradas joyas y el mobiliario de segunda
mano de una clase media en bancarrota.
Yo soy como una cámara con el
obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar. Capto la imagen del
hombre que se afeita en la ventana de enfrente y la de la mujer en kimono, lavándose la cabeza. Habrá que revelarlas algún
día, fijarlas cuidadosamente en el papel.
A las ocho en punto de la noche
cerrarán tiendas y portales. Los niños cenan. En el pequeño hotel de la
esquina, donde alquilan cuartos por horas, se enciende una luz sobre el timbre
de la .puerta. Y en seguida empiezan los silbidos de los golfos, que llaman a
sus chicas. Plantados en el frío de la calle, silban a las ventanas encendidas
de los cuartos tibios, en donde las camas ya están preparadas para la noche.
Quieren entrar. Sus llamadas resuenan en la hundida hoquedad de la calle,
voluptuosas, íntimas y tristes. Por eso no me gusta quedarme aquí a esas horas:
los silbidos me recuerdan que estoy en una ciudad extraña, lejos de casa, solo.
A menudo me he propuesto no escucharlos,
he cogido un libro y he intentado leer. Pero es seguro que muy pronto se oirá
una llamada tan penetrante, tan reiterada, tan desesperanzadoramente humana, que no tendré
más remedio que levantarme y atisbar, a través de la persiana, para convencerme
de que no es- y estoy convencido de que no puede ser- para mí.
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