1. Vicente
En mitad de la noche del 30 de
diciembre de 1978 sonó el teléfono en el dormitorio. Yo dormía abrazado a M., sosteniendo
su cuerpo sin ropa, y al quitarle mis manos para responder a la llamada M. se
despertó. Levanté el supletorio en forma de góndola que estaba sobre la mesilla
art déco, aquella noche conectado por si llegaba desde Alicante la llamada que
temía. La palabra áspera y poco detallada de Rafael, el marido de mi hermana,
me dio a entender, sin decir la palabra muerte, que papá había muerto. Antes de
dar fin a la breve conversación telefónica, M., que no me había oído hablar más
que de aviones y horarios, se puso a llorar a mi lado. Lloraba con más lágrimas
que yo. Pasé la noche de San Silvestre velando el cuerpo de mi padre, una estructura sólida y grande que
a finales de agosto de ese mismo año yo había visto dar largas caminatas por la
orilla y nadar vigorosamente en las aguas de la playa de San Juan, y a primeros de diciembre, cuando
regresé de Oxford, encontré postrada en un sillón del mirador de la casa
familiar, sosteniendo la cabeza de un anciano absorto, sumido, demacrado. Mientras
mamá nos miraba desde la antesala, intentando una sonrisa plácida que no
escondía el rictus de su propia agonía, me incliné sobre él, se dejó dar
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