De Años de James Salter, p. 75
(Muchnik)
Su vida de
pareja era dos cosas: era una vida, más o menos --como mínimo era la
preparación para una vida-, y era una ilustración de la vida para sus hijas.
Nunca se lo habían expresado mutuamente, pero estaban de acuerdo a este
respecto, y las dos versiones de la vida se entreveraban de tal forma que
cuando una de ellas estaba escondida la otra se manifestaba. Querían que sus hijas, en
aquellos años, tuvieran lo imposible, no en el sentido de lo inalcanzable, sino
en el sentido de lo puro.
Los hijos son
nuestra cosecha, nuestro cultivo, nuestra tierra. Son pájaros a los que se da
suelta en la oscuridad. Son errores renovados. Pero son la única fuente de la
que puede extraerse una vida más cumplida, más lúcida que la nuestra. De un
modo u otro harán una cosa, irán un paso más lejos, verán la cima. Creemos en
ello, en el resplandor que despide el futuro, los días que no veremos. Los
hijos deben vivir, deben triunfar. Los hijos tienen que morir; es una idea que
no podemos aceptar.
No hay
felicidad como esta dicha: mañanas apacibles, la luz del río, el fin de semana
por delante. Vivían una vida rusa, una vida fecunda, entrelazada, en la que un
infortunio de uno de los miembros, un
fracaso, una enfermedad, rompería el equilibrio de todos. Aquella vida era como
una prenda de vestir. Su belleza estaba fuera, su calor dentro.
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