Se ponía el sol y en el aire se
notaba el fresco de finales de octubre. Liz, Rocky y Margie, tres sabuesos con
manchas marrones y blancas, estaban tumbados en la esquina del porche. Margie,
con sus largas orejas sedosas cayéndole por la quijada, fue el primero en
levantar la cabeza y olisquear con curiosidad. Al mismo tiempo, Rocky empezó a
golpear con su delgada cola el suelo de madera. Chism Crockett arrojó un puñado
de panecillos secos hacia el jardín trasero y comenzó entonces una carrera
precipitada con los tres perros de caza saltando por encima de la barandilla al
jardín. Chism se sentó en los escalones y observó pensativamente a los
hambrientos perros mientras devoraban el pan. Cuando hubieron lamido hasta la
última miga del arenoso suelo, los
perros se sentaron sobre sus ancas y se dieron el gusto de rascarse hasta que,
totalmente satisfechos, se levantaron, se sacudieron y pasearon tranquilamente
por el jardín bostezando y estirando sus patas traseras, o husmeando olores
familiares.
Si no me doy prisa y hago correr
a estos perros -se dijo Chism en voz alta-, acabarán siendo los mejores
comedores de pan y los peores perros de caza del mundo. Se quedó mirando
durante un buen rato las casas de techos bajos
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