Era martes, una de esas tardes de
verano en que la Tierra parece haberse detenido. El teléfono, sobre la mesa de
mi despacho, tenía aspecto de sentirse observado. Por la ventana polvorienta de
la oficina se veía un lento reguero de coches y a un puñado de buenos
ciudadanos de nuestra encantadora ciudad, la mayoría hombres con sombrero, que
deambulaban sin rumbo por la acera. Me fijé en una mujer que, en la esquina de
Cahuenga y Hollywood, aguardaba a que cambiara la luz del semáforo. Piernas
largas, una ajustada chaqueta color crema con hombreras, una falda azul marino.
También luda un sombrero, un accesorio tan diminuto como un pajarito que se
hubiera posado en un lateral de su cabello y se hubiera quedado allí
alegremente. Miró hacia la izquierda, luego hacia la derecha y de nuevo hacia
la izquierda -debía de haber sido una niña muy buena-y entonces cruzó la calle
soleada, avanzando con elegancia sobre su propia sombra.
La temporada estaba siendo muy
floja. Había trabajado una semana como guardaespaldas de un tipo que acudió
desde Nueva York volando en un clipper. Tenía la mandíbula azulada, un reloj de
oro en la muñeca y un anillo en el dedo meñique con un rubí tan grande como un
garbanzo. Se presentó como un hombre de negocios y yo decidí creerle. Él estaba
preocupado y sudaba muchísimo, pero nada sucedió y me pagó lo estipulado. Poco
después, Bernie Ohls, de la Oficina del Sheriff, me puso en contacto con una
encantadora ancianita cuyo hijo drogadicto
le había birlado la valiosa colección de monedas de su difunto marido.
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