Primeras luces
Toda la oscura noche, el agua se
deslizó veloz. Bajo la cubierta, tendidos de seis en seis sobre literas de
hierro, yacían cientos de hombres callados, muchos de ellos boca arriba y con
los ojos aún abiertos aunque se acercaba el alba. Las luces eran tenues, los
motores palpitaban sin descanso y los ventiladores inyectaban aire húmedo; mil
quinientos hombres con armas y macutos tan pesados que los habrían conducido
directamente al fondo, como yunques arrojados al mar; una porción del
formidable ejército que navegaba hacia Okinawa, la gran isla situada al sur de
Japón. Pero Okinawa era en realidad Japón, pertenecía a esa madre patria
desconocida y extraña. La guerra, que duraba ya tres años y medio, estaba
llegando a su desenlace. Al cabo de media hora, los primeros grupos de hombres
se pondrían en fila para el desayuno y comerían de pie, hombro con hombro,
silenciosos, solemnes. El barco se deslizaba suavemente con un ruido sordo. El acero
del casco crujía. El frente del Pacífico no se parecía a los demás. Las distancias
eran enormes. Durante días y días no había nada más que el vacío del mar y
sitios con nombres extraños separados por miles de kilómetros.
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