EL PARTENAIRE
La locomotora emitió un grito
ronco. Había alcanzado el Semmering. Durante un minuto los negros vagones
descansaron en la luz plateada de las alturas, arrojaron unas cuantas personas,
se tragaron otras, unas voces enojadas cruzaron de un lado a otro, después la
máquina enronquecida volvió a gritar allí delante y, traqueteando, arrastró la
oscura cadena hacia abajo, en dirección a la entrada del túnel. Nítido, extenso
y con fondos claros, barridos por el viento húmedo, volvió a aparecer el
paisaje. Uno de los recién llegados, un joven que inspiraba simpatía por lo
correcto de su indumentaria y la elasticidad natural de sus andares, se
adelantó a los demás para tomar un coche de punto que le llevara hasta el
hotel. Sin prisa, los caballos trotaron por el camino en cuesta. La primavera
se dejaba sentir en el aire. En el cielo revoloteaban esas nubes blancas,
revoltosas, que sólo se dan en los meses de mayo y junio, esos compinches
blancos, aún jóvenes y revolantes, que, juguetones, corren por la pista azul,
para en un instante ocultarse tras las altas montañas; que se abrazan y huyen,
que tan pronto se arrugan como si fueran pañuelos de bolsillo
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