Mientras estaba esperando delante
de recepción a que le entregaran la llave de su cuarto, había echado mano del más
pesado de los catálogos allí expuestos, automáticamente, para llenar el vacío
de la inactividad y porque se había acostumbrado a estar siempre leyendo algo
en los momentos ociosos, fuera lo que fuese: cualquier página de cualquier
libro, periódico O revista, cualquier folleto, hasta las indicaciones
farmacológicas en una cajita de píldoras, o lo que tuviera a mano. Esta
costumbre formaba parte de las medidas de seguridad para no dar rienda suelta a
los pensamientos, cosa que había de desembocar inevitablemente en algo
desagradable: las intimaciones de una situación sin salida o un recuerdo
atormentador. Tenía que procurar no desprenderse por completo de aquel enrejado
de realidad en el cual, hasta hacía muy poco, había estado firmemente
entrenzado con sus negocios, para no encarar a cada paso la existencia desde su
humanidad desnuda, despojado de las ficciones y las ilusiones que posibilitaban
la travesía sonámbula de la vida, dependiendo únicamente de experiencias que no
admitían engaño y que lo habían vuelto sensible, como en carne viva. En tales circunstancias, hasta el más estúpido folleto
publicitario servía para salir de apuros.
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