Vladimir Nabokov: Pushkin o la verdad y lo verosímil
La vida nos regala a veces invitaciones a fiestas que nunca
tendrán lugar, imágenes para libros que nunca serán publicados. Otras, nos
obsequia con algo cuyo disfrute inesperado no descubrimos sino mucho más tarde. No hace
mucho conocí a un hombre peregrino. Si todavía existe, cosa que dudo, debe de
ser la perla de algún manicomio. Cuando lo encontré, rozaba la locura. Su
demencia, desencadenada, se decía, por una caída del caballo acontecida en su primera
juventud, era de las que, al abismar el cerebro, le sugieren una falsa vejez.
Mi enfermo se creía no sólo con más edad de la que realmente tenia, sino que le
parecía haber tomado parte en
acontecimientos de otro siglo. Este hombre, que rayaba en los cuarenta, robusto
y colorado, de mirada vidriosa, me contaba, con el ligero cabeceo de los viejos
soñadores, que mi abuelo, todavÍa niño, venía a sentarse en sus rodillas, El
rápido cálculo que hice mientras le escuchaba me obligó a atribuirle una edad fabulosa,
Lo que resultaba una extravagancia encantadora es que cada año, a medida que su
mal progresaba, él regresaba coma los cangrejos hacia un pasado cada vez más
lejano. Cuando volví a verlo, hace diez años, me habló de la conquista de
Sebastopol. Un mes más tarde ya me hablaba del general Bonaparte. Una semana más
... y henos aquí en plena Vendée. Si todavía vive, mi maníaco debe de estar
bien lejos, entre los normandos, quizá, o incluso, quién sabe, en los brazos de
Cleopatra.
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