De El azar de la mujer Rubia, de
Manuel Vicent, p.147-149
Uno detrás de otro, Adolfo Suárez
veía pasar todos los féretros. Recordaba a Carmen cuando le decía: «Traigo un
mensaje para ti: "Dile que se
atreva a legalizar al Partido Comunista"». Oía cantar La Zarzamora y
después enjugaba las lágrimas de su mujer Amparo Illana cuando tuvo que aprobar
la Ley del Divorcio siendo presidente del Gobierno.
En el entierro de la madre
ibérica, Dolores Ibárruri, diosa de luto, un gran cadáver de noviembre, en
Madrid no había milicianos ni barricadas sino una batalla de nubes, aunque la tarde
se puso muy dulce en su honor después del aguacero. Fue acompañada a la tumba
por gente muy curtida, campesinos cuyo rostro ha labrado la vida, obreros de
antigua crin que lloraban y otros hijos de la escarcha. El féretro, tan austero
como la verdad, iba cubierto con la bandera roja, atravesando una plantación de
flores y puños por la bajada de Génova hacia la plaza de Colón, y desde los
balcones de algunos bancos acorazados muchos financieros, habiendo interrumpido
por un momento el consejo de administración, lo contemplaron con cierta
curiosidad no exenta de respeto, con una copa en la mano y el pensamiento en
Brunete. Lejos del cortejo se oía un clamor de bocinas airadas que estaban
fuera de la Historia. ¡No hay derecho a que corten el tráfico!
¿Qué pasa? ¿Por qué hay semejante
atasco? Están enterrando a Pasionaria. Hoy en la ciudad el cadáver de los
héroes sólo produce atascos, pero a Pasionaria la llevaba el río hasta más allá
del sueño que es la inmortalidad. Esta vez no había travestis tirados en las
aceras con el rímel corrido por el llanto, ni plañideras de clase media con el
carrito del supermercado, ni carrozas de oro con guarnición de ediles y maceros
vestidos de sota, como en el entierro del alcalde Tierno Galván. El duelo de Dolores Ibárruri lo
formaba el macizo central de la raza con zamarras de oveja, cazadoras de
plásticos y paños rudimentarios que
albergaban corazones sencillos. Con lágrimas en los ojos la multitud gritaba:
,,¡No pasarán! », aquel alarido de resistencia que ya se ha hecho romántico, el
cual ahora subía hacia los altos despachos y se perdía por el horizonte de los automóviles
atascados, y mientras cada día un pedazo de la Historia se derrumba, el cadáver
de Dolores Ibárruri esta tarde pasaba entre tantos escombros como una sombra de
nostalgia.
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