De Una vida absolutamente maravillosa, de E. Vila-Matas, p.491
Por completo desvelado, los ojos
como platos, entré finalmente en el ensayo de Coetzee sobre Benjamín. Leí que
éste había explorado a fondo el pensamiento místico judío y que era de 1916 su
ensayo clave, «Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los
hombres». En él, Benjamín sostenía que una palabra no es Un signo, un sustituto
de otra cosa, sino el nombre de una Idea. En Proust, en Kafka, en los
surrealistas, la palabra se aparta de! significado en e! sentido «burgués» y retoma
su poder elemental y gestual. La palabra como gesto es «la forma suprema en que
la verdad se nos puede presentar en una época despojada de la doctrina teológica». En los tiempos de Adán, la palabra
y e! gesto de nombrar eran lo mismo. Desde entonces, e! lenguaje habría
experimentado una gran caída, de la que Babel, según Benjamín, sería sólo una
etapa. La tarea de la teología consistiría en recuperar la palabra, en todo su
poder mimético originario, de los textos sagrados en los que ha sido
conservada.
¿Pueden todavía las lenguas
caídas, en la totalidad de sus intenciones, acercarnos al lenguaje puro?
Comprendiendo de golpe que, en el fondo, toda mi vida, sin ser consciente de
ello, había estado intentando reconstruir un discurso desarticulado (el
discurso original), recordé a mi amigo Paco Monge, que Un día me dejó esta
nota: «¿Por qué no pensar que, allá abajo, también hay otro bosque en el que
los nombres no tienen cosas?».
¿Los nombres son o fueron Ideas?
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