La desaparición de Josep Mengele, Oliver Guez, p.22
Gregor piensa en otro damero, barracones, cámaras de gas, crematorios,vías férreas, donde pasó sus mejores años como ingeniero de la raza, una ciudad prohibida sumida en el olor acre de carne y pelo socarrados y rodeada de torretas y alambre de espino. En moto, en bicicleta y en coche, circulaba entre las sombras sin rostro, infatigable dandi caníbal, botas, guantes y uniforme deslumbrantes, gorra levemente inclinada. Cruzar su mirada y dirigirle la palabra estaba prohibido; sus propios camaradas de la Orden Negra le temían. En la rampa donde se clasificaba a los judíos de Europa, ellos estaban borrachos, pero él permanecía sobrio y silbaba entre dientes compases de Tosca con una sonrisa. No abandonarse nunca a un sentimiento humano. La piedad es una debilidad: con un movimiento del fino bastón, el omnipotente sellaba la suerte de sus víctimas, a la izquierda la muerte inmediata, las cámaras de gas, a la derecha la muerte lenta, los trabajos forzados o su laboratorio, el mayor del mundo, que él alimentaba con «material humano idóneo» (enanos, gigantes, tullidos, gemelos) con la llegada diaria de los convoyes. Inyectar, medir, sangrar; descuartizar, asesinar, practicar autopsias: a su disposición, un zoo de niños cobayas con el fin de desvelar los secretos de la gemelaridad, de producir superhombres y de acrecentar la fecundidad de las alemanas para poblar algún día con campesinos soldados los territorios del Este arrancados a los eslavos y defender la raza nórdica. Guardián de la pureza de la raza y alquimista del hombre nuevo: después de la guerra le esperaban una formidable carrera universitaria y el reconocimiento del Reich victorioso.
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