Él estaba en cuclillas sobre uno de los muros de la balsa de piedra y corría el verano de 1993. Yo atravesaba un bancal del Paraje de la Costumbre cuando lo vi de espaldas, con el cuello tenso y estirado, mirando fijamente el agua estancada. Apenas tardé unos segundos en reconocerlo. Era Iván, el Tusmadres, un gilipollas medio trastornado, íntimo amigo de las cosas ajenas, nueve años mayor que yo -que entonces acababa de cumplir catorce-, del que alguna vez había tenido que salir huyendo porque le daba por desordenarles las vértebras a los zagales del barrio. Sin cambiar de postura, como si fuera un lagarto en alerta máxima, giró la cabeza y me habló.
-Tú, capullo, ven aquí.
Estuve a punto de echar a correr
rambla abajo. Aún hoy no sé por qué obedecí. Quizá aquella fue una de las
primeras decisiones insensatas de cuantas estaban por llegar a mi vida.
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