El primer invierno desde su muerte parecía que todos los días, durante meses, fuesen húmedos y luminosos -siempre como si acabase de llover, aunque era incapaz de recordar la lluvia- y yo bajaba en tren a la ciudad un par de días a la semana, buscando ( o esa impresión daba) un edificio en el que poder entrar y desde el que lanzarme, una tarea sobre la que nunca lograba determinar del todo si de verdad iba en serio, pues me parecía que la seriedad de cualquiera que buscase algo así no se veía hasta que llegaba el momento de despegar el cuerpo de la acera. Con tantos atentados recientes, la seguridad se había endurecido en todas partes, claro; había que tener permiso o invitación para entrar en cualquier edificio y yo nunca tuve nada de eso, pues no era nadie en particular, era alguien fuera de sitio. Cada día una persona y media se quita la vida en la ciudad y yo la buscaba -a esa persona o a la media-, pero nunca vi ni una ni media por mucho que buscase y esperase, con paciencia, con tanta paciencia, y tras cierto tiempo me planteé si quizá no las encontraba porque yo era una de ellas, o la una o la media.
Una noche, aún viva, en Penn
Station para coger un tren que iba hacia el norte, le pregunté a un hombre de
aspecto serio si tenía hora. Hora tenía, tiempo, sí, pero no espacio, ya que se
había exiliado de Estambul hacía años y nunca había tenido el valor de cambiar
la hora, y al mirar a aquel desconocido a la cara vi mis propios ojos
devolviéndome la mirada, pues yo tampoco era capaz de desgajarme del lugar de
mi destierro. Nos despedimos enseguida, pero jamás lo he olvidado.
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