La desaparición de Josef Menguele, Olivier Guez, p. 68
Siempre vestido con elegancia y
de humor jovial, Gregor goza de buena reputación entre la comunidad alemana de
Buenos Aires. Considerado de gran talla intelectual, trufa sus frases con citas
de Fichte y de Goethe. Las mujeres alaban su cortesía casi ceremoniosa y su
notable cultura germánica. Dentro de esa comunidad, sólo en un hombre no opera
su encanto. Se lo presentó Sassen un día en que Gregor almorzaba en el ABC, en
su reservado habitual, bajo el blasón de Baviera. Cuando saludó a aquel tipo de
frente despoblada y toscamente vestido, supo de inmediato que no podrían
entenderse. La mano de Ricardo Klement estaba húmeda, protegían su mirada
oblicua unas gruesas gafas que llevaba torcidas.
Aquel día, Sassen no pudo evitar
revelar a los interesados la auténtica identidad de ambos. Adolf Eichmann, le
presento a Josef Mengele ; Josef Mengele, éste es Adolf Eichmann. Al segundo, a
Eichmann, el nombre del primero no le dice nada. El gran mandamás del
Holocausto se ha cruzado con cientos y con miles de capitanes y médicos.
Mengele es un verdugo de pacotilla, un mosquito a ojos de Eichmann, quien se lo
hizo notar de forma manifiesta durante ese primer encuentro, poniendo especial
cuidado en recordarle su deslumbrante trayectoria en la cima de los arcanos del
Tercer Reich, el aplastante peso de sus responsabilidades, su poder: «¡Todo el
mundo sabía quién era yo! Los judíos más ricos me besaban los pies para salvar la
vida».
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