No callar, Javier Cercas, p. 568
Al final
de El proceso, dos hombres con levita y sombrero de copa, pálidos, y corteses,
van a buscar a su casa al protagonista. K. ignora quiénes son, pero -exhausto
después de pasarse días y días perdido en un laberinto de covachuelas absurdas
y oficinas desoladas, tratando en vano de averiguar cuál es el delito del que
se le acusa- los sigue sin protestar. Los dos hombres lo llevan a una cantera y
al le clavan un cuchillo en el corazón y, antes de morir, K. ve cómo aquellos
dos hombres, mejilla contra mejilla, le miran morir y piensa, «como si la
vergüenza debiera sobrevivirlo», que está muriendo igual que un perro. […] El
universo de Kafka, lo sabemos, es un universo sin esperanza: imposible
resistirse al horror de ver en la muerte pública y atroz de K un emblema o un espejo
o una prefiguración de nuestra propia muerte; el universo de Buzzati es, en
cambio, un universo esperanzado: imposible resistirse a la ilusión de que la
muerte secreta y nobilísima de Drogo sea un emblema o un espejo o una
prefiguración de nuestra propia muerte. Aunque seamos incapaces de concebir una
vergüenza que nos sobreviva, íntimamente sabemos que Kafka dice la verdad, pero
hay algo en nosotros -algo muy parecido al «temblor de rebelión agónica» del
que hablaba Marlow- que se resiste a imaginar un mundo sin Buzzati
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