La desaparición de Josep Menguele, p. 182
Temblando de frío e impotencia en
su mísero mirador, contempla la luna roja camuflada tras nubes negruzcas
cargadas de lluvia. Esa noche de septiembre de 1967, Mengele presiente que ha
perdido. No entiende ya nada de un mundo que se le escapa y al que ya no
pertenece, un mundo que lo ha expulsado, a él, el «cochero del diablo». Durante
todo el invierno austral ha visto en la televisión a los jóvenes alemanes cuestionar
el orden ancestral, la disciplina, la jerarquía, la autoridad, pedir cuentas a
sus padres; ha visto a melenudos desmadrados bailar en el Summer of Love de San
Francisco e irse a Katmandú, a blancos defender a los negros en Norteamérica.
Lo descomponen los artistas contemporáneos alemanes, las primeras comunas aparecidas
en Colonia, Múnich y Berlín Oeste, Beuys y sus esculturas sociales de carbón,
residuos y hierro oxidado, el movimiento Zero, Richter, Kieffer, los
accionistas vieneses, Bms, Muehl, Nitsch, que se laceran la piel y manchan sus
lienzos con sangre, y los músicos psicodélicos cuyos sintetizadores
contestatarios, flautas y percusiones liberadoras entierran el lirismo wagneriano.
Sus melopeas cósmicas exploran las entrañas del alma alemana y claman su
desesperación pisoteando el pasado. Obsesionados por la guerra, artistas plásticos,
pintores y músicos abandonan la Alemania del eufemismo, su hipocresía y sus
mentiras, Alemania y su furor iconoclasta, cámara de tortura, lodazal de los
pecados humanos, Alemania, a la que asocian con el panel derecho del Jardín de las delicias del Bosco, con el
infierno y el diablo, el foco de la gran peste que acaba de devastar Europa.
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