El North King surca el agua cenagosa del río. Los pasajeros, que han subido a cubierta, escrutan el horizonte desde el amanecer, y ahora que las grúas de los astilleros y la línea roja de los tinglados perforan la bruma, unos alemanes entonan un canto militar, unos italianos se persignan y unos judíos rezan, pese a la llovizna, unas parejas se besan, el transatlántico arriba a Buenos Aires tras una travesía de tres semanas. Solo en la borda, Helmut Gregor cavila.
Esperaba que acudiera a buscarlo
una lancha de la policía y así evitar los incordios de la aduana. En Génova, donde
ha embarcado, Gregor ha suplicado a Kurt que le haga ese favor, se ha
presentado como un científico, un genetista de altos vuelos, y le ha ofrecido dinero
(Gregor tiene mucho dinero), pero el intermediario se ha zafado sonriendo: los
favores de esa índole se reservan para los peces gordos, para los dignatarios del
antiguo régimen, raramente para un capitán de las SS. Aun así, enviará un cable
a Buenos Aires, Gregor puede contar con él.
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