La desaparición de Josep Menguele, p. 163
Ese día Mengele está amargado. Se
lamenta de su suerte, como siempre, sin remordimientos ni pesar, y descarga su
hiel en sus cuadrúpedos y en los baobabs de la selva virgen, que murmura y
canta pero no le escucha. Al llegar a un calvero, se sienta en un tronco, la
cabeza entre las manos, y piensa en sus colegas de Auschwitz, los veinte
médicos destinados al campo. Horst Schumann esterilizaba a hombres y mujeres
irradiándoles rayos X antes de castrar a los primeros y someter a una
ovariotomía a las segundas. Carl Clauberg implantaba fetos de animales en el
vientre de sus cobayas humanas y las esterilizaba inyectándoles sustancias a
base de formol en el sistema genital. El farmacéutico Víctor Capesius birlaba
las prótesis dentales aún sangrantes de los deportados asesinados para
venderlas fuera del campo. Friedrich Entress inoculaba el tifus a los
prisioneros y los eliminaba mediante inyecciones intracardiacas de fenol.
August Hirt inyectaba hormonas a los homosexuales y asesinaba para establecer una
tipología del esqueleto judío. Y de todos los demás que cometían barbaridades
en el campo (trescientos cincuenta profesores de universidad, biólogos, médicos)
y habían participado en el programa T4 de eutanasia, ¿qué había sido de ellos?
Algunos se habían dado muerte o fueron condenados en los procesos de Núremberg,
pero la mayoría se había escurrido entre las mallas de la red, habían retornado
a la familia y a la sociedad civil y habían reemprendido su carrera, Mengele lo
sabía y se ponía enfermo.
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