Un país bañado en sangre, Paul Auster, p. 141
Hay que remontarse a 1984 y
recordar el caso muy publicitado de Bernhard Goetz, el « Vigilante del Metro»
de Nueva York, que mató a tiros a cuatro adolescentes negros desarmados por
temor a que estuvieran a punto de atacarlo para robarle, o, si no, el caso de 2012
de Trayvon Martín, un estudiante de instituto, de diecisiete años, negro y
desarmado, a quien mató a tiros George Zimmerman, de veintiocho años, porque tenía
un aspecto «sospechoso». Esos dos tiroteos estaban motivados por el miedo, y,
ya sea real o imaginario, el miedo no es una justificación legítima para disparar
con un arma de fuego contra otra persona. Al fin y al cabo, no todos los que
poseen un arma son personas tan equilibradas y dueñas de sí mismas como el
fontanero de Sutherland Springs, y si, tal como argumenta la ANR, los
norteamericanos respetuosos de la ley deben estar armados para protegerse
contra los infractores de la ley que amenazan nuestra seguridad, una enorme
cantidad de gente temerosa, con frecuencia irracional, tendrá la capacidad de
tomar decisiones instantáneas que inevitablemente conducirán a más muertes de
desconocidos desarmados. Poner un arma en manos de cualquiera convertiría
Estados Unidos en un país de soldados y retrocederíamos a los primeros días
coloniales en los que cada ciudadano era un soldado con mosquete y servía de por
vida en la milicia local. ¿Es eso lo que queremos en la Norteamérica de hoy, el
derecho a vivir en una sociedad en permanente lucha armada? Si el problema
consiste en que hay demasiados malhechores con armas, ¿no sería más sensato
despojarlos de ellas en vez de dárselas a los denominados hombres de bien, que
en muchos casos, si no en la mayoría, no lo son tanto, y así eliminar el problema
de raíz? Porque si los malhechores no tienen armas, ¿para qué las necesitarían
los hombres de bien?
Como solía decir mi madre cuando
yo salía con alguna de mis apasionadas y desaforadas conjeturas sobre cómo
mejorar el mundo: «Sigue soñando, Paul».
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