Los lenguajes de la verdad, Salman Rushydie, p. 475
Yo no me creí nada, ni lo del
castigo divino o terrenal, ni los sueños de un futuro mejor. Muchas personas
quisieron creer que algo bueno saldría del horror, que como especie
aprenderíamos de alguna manera lecciones virtuosas y saldríamos del capullo del
confinamiento como espléndidas mariposas de la Nueva Era, y crearíamos
sociedades más amables, más gentiles, menos codiciosas, más prudentes desde el
punto de vista ecológico, menos racistas, menos capitalistas y más inclusivas.
Esto me pareció, y me sigue pareciendo, un pensamiento utópico. No vi que el
coronavirus fuera un presagio del socialismo. Las estructuras del poder mundial
y quienes se benefician de ellas no se rendirían fácilmente a un nuevo
idealismo. No pude evitar que me chocara nuestra necesidad de imaginar que algo
bueno pudiera salir de lo malo. En Europa en la época de la peste negra, y más
tarde en Londres durante la Gran Peste,
no hubo tantas personas tratando de ver el lado positivo. Estaban demasiado
ocupadas intentando no morir. Al igual que los personajes del spin-off de Eric
Idle Monty Python's Spamalot, no estar muerto era todo lo que había que
celebrar:
Aún no estoy muerto,
puedo bailar y cantar.
Aún no estoy muerto,
puedo danzar el Highland Fling.
Aún no estoy muerto,
no es necesario que me vaya a la
cama.
No hace falta que llame al médico
porque aún no estoy muerto.
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