Asentir o desestabilizar, Rafael Chirbes, p. 268
El cotilleo -el contar- ha sido
tradicionalmente atribuido al mundo femenino, mientras que al hombre se le
atribuye (también por la tradición) el ser de pocas e inamovibles palabras («un
hombre de palabra», se dice). La mujer -seguimos con el tópico- se enreda en el
hilo del verbo y la vida, pregunta, critica, se interesa por cuanto pasa bajo techos que no son el
suyo, y busca un saber menudo e improductivo que el varón desdeña. La
narración, pues, por ser cotilleo -aunque, eso sí, sacralizado--, arraiga en el
apartado femenino del alma: no deja de ser chisme, invención, mentira que
encubre una verdad difusa, como la del arna de casa ante el puesto del
carnicero.
Sin embargo, es el macho quien ha
secuestrado esa voz y, con frecuencia, la mujer ha debido ocultarse, para
contar, detrás de una firma de hombre. Pocas narradoras, pocas mujeres sujeto
en el quehacer literario y, por el contrario, muchas protagonistas de la ficción
de los hombres: muchas mujeres objeto de literatura. Con el desarrollo parece
llegada la hora de la transición, en la que el macho-salomé entregaría en
bandeja de plata -bien que a regañadientes- la cabeza del cuento, buscando esa
voz (la que ya se escuchaba en la primera obra de Azancot:"' voz de mujer
saliendo de un cuerpo de hombre) que, siendo femenina, está en él sumergida.
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