Llegó a casa. Eran las diez; los jueves no cerraba la librería hasta las nueve, algo cansado ya, y a las nueve y media, después de bajar las persianas de los escaparates y de la entrada, volvía en una media hora por el camino que atravesaba el parque, pues, si bien tardaba más que por las calles, después de tantas horas en el trabajo, andar le sentaba bien. El parque no estaba cuidado: el ligustro sin podar, el arriate de rosas cubierto de hiedra; pero olía bien, a rododendros o a lilas, a tilo o a ailanto, a hierba cortada o a tierra húmeda. Seguía ese itinerario tanto en verano como en invierno, hiciera el tiempo que hiciese. Cuando llegaba a casa, de la rabia y las preocupaciones del día ya no quedaba nada.
Vivía con su mujer en la planta
noble de una finca modernista de varios pisos, en un apartamento comprado a
buen precio hacía ya unas décadas; como se había revalorizado, ahora era, por
así decirlo, su fondo de pensiones. La escalera amplia, el rellano curvo, el
estuco, una beldad desnuda con una larga cabellera que caía en cascada de una
planta a la otra ... Le gustaba entrar en el edificio, subir los primeros
escalones y abrir la puerta
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