Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie, p. 178
Abrí el libro allí mismo, en la
librería, esperando, sinceramente, encontrarme con un tedio insufrible, y por
primera vez leí, y me pareció escuchar, esas palabras ya mundialmente famosas:
Muchos años después, frente al
pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella
tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macando era entonces
una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un
río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas
y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas
cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
En la primera página, debajo de
los datos biográficos del autor, escribí la fecha en que compré el libro, y por
eso estoy seguro de que fue el 13 de marzo de 1975, el mismo mes en que se
publicó mi novela. Todavía conservo ese ejemplar, aunque desde entonces he
comprado otros muchos, para mí y para regalar, porque lo que me ocurrió a mí
aquel día les sucedió a millones de personas al leer esas palabras. Me enamoré
perdidamente, y ese amor ya hace más de cuarenta años que dura, sin mengua.
Aquellos campesinos eran todo menos miserables, y el título de la
sobrecubierta, que al principio me había parecido tan inhóspito, ahora era como
una promesa de prolongados deleites, promesa que las páginas siguientes
cumplirían ampliamente.
Yo no sabía casi nada del mundo literario
latinoamericano en el que acababa de entrar, ni de la realidad de la que
surgía. En el momento de nuestro primer encuentro, no me importó. Reaccioné con
la simple franqueza, la feliz inocencia del lector abrumado e iluminado por la
belleza y la comicidad del texto:
Los niños habían de recordar por
el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la
cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y
por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento:
-La tierra es redonda como una
naranja.
Úrsula perdió la paciencia.
-¡Si has de volverte loco,
vuélvete tú solo! -gritó-. Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de
gitano.
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