Los lenguajes de la verdad, Salman Rushdie, p. 62
Cada vez que llamo a la puerta de mi estudio, y me concedo permiso para entrar, doy gracias a mi Shakespeare de metal de dos centímetros y medio por su idea de lo proteico. Puede que solo sea un adorno de la puerta, pero en mi opinión sabe algo. Recordemos a Proteo, el Anciano del Mar, «Proteo, el de la tez verde marino, [que] surca la vasta mar a bordo de su carro llevado por peces y por un tiro de corceles de dos patas», escribe Virgilio en las Geórgicas. Proteo, que conocía todo lo que había existido en el pasado, todo lo que existía y todo lo que estaba por venir, era reticente a contar a nadie sus conocimientos, y adoptaba formas nuevas para evitar revelar sus secretos. Se podía convertir en «joven, en león, en jabalí, en serpiente, en toro, en piedra, en árbol, en agua, en llama o en lo que le plazca». Pero no siempre ocultaba la verdad; a veces también la desvelaba; por ejemplo, cuando explica al mortal Peleo cómo capturar a la ninfa marina Tetis, la hermosa nereida de pies plateados Tetis, que también era capaz de cambiar de forma; «por mucho que la ninfa adopte cien formas engañosas -aconseja Proteo a Peleo en las Metamorfosis de Ovidio-, evita que se te escape, y mantenla cerca de ti, hasta que vuelva a adoptar la forma que tenía de inicio». Peleo sigue esas instrucciones y captura a Tetis, y el magnífico resultado de su acoplamiento es Aquiles, aunque Tetis sabe que no ha sido seducida sin ayuda -«no sabes conquistar sin asistencia de los dioses», le dice a Peleo-, pero ya es demasiado tarde, Aquiles ya está de camino, gracias a las revelaciones del metamórfico Proteo, y es esta la idea de lo proteico que me gusta: no la que esconde, sino la que revela. Eso hacía Shakespeare, que conocía todo lo que había existido, todo lo que existía y todo lo que estaba por venir, y usaba su arte cambiante para desvelarlo todo: tanto el presente como el futuro y el pasado.
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