En un jardincillo del Museo de Antigüedades de la isla de Tasos hay un objeto grande y tosco. Tiene la cabeza de una foca, el cuerpo corno una salchicha en hojaldre, un par de alas rudimentarias y unas piernas humanas calzadas con unas botas gruesas. A pocos visitantes les parece bello.
Ejercía, no obstante, una
permanente fascinación en Selwyn Potter, que nunca dejaba de ir a verlo cuando
iba a Tasos. Visto desde delante, de manera que no se viera la parte trasera como
de pájaro, le recordaba a alguien a quien debía de conocer muy bien. La
expresión taciturna del rostro de la foca le resultaba tentadoramente familiar.
Este duradero acertijo se
resolvió una mañana de primavera, cuando vio salir renqueando del museo al
doctor Percival Challoner para contemplar aquella cosa. La asociación quedó meridianamente
clara; eran tan parecidos corno Tweedledum y Tweedledee. En otra era, en otra
vida, Selwyn había pasado horas atento a la información que goteaba de esa boca
melancólica.
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