Hay una interesante fotografia de Trotski en su celda. Bajo de estatura, con amplias espaldas y espesa cabellera negra, nariz caída y bigote; los ojos azules y penetrantes, en verdad parecidos a los de un águila, mirando a través de sus pince-nez con cordón, o tal vez mirando hacia su propio y fiero espíritu; cruzadas las piernas, con las manos entrelazadas sobre la rodilla, está sentado en su prisión, no confundido ni indignado y ni siquiera desafiante: más bien parece el jefe del Estado de un gran país que posa un instante para el fotógrafo en un momento de crisis.
Fue desterrado de nuevo al círculo ártico, esta vez de por vida; pero nuevamente consiguió escapar, incluso antes de llegar a su destino. Pretextó en una de las paradas que se encontraba mal; no se había tomado ninguna precaución para custodiarle, pues se pensaba que cualquiera que intentara escapar necesariamente sería apresado al remontar el río por el que habían venido, ya que otro camino parecía imposible. Entre el río Obi y los Urales no existía ni un solo poblado ruso: solo nieve y algunas cabañas de nativos, que no hablaban ruso; además, era el mes de febrero, la estación de las ventiscas de nieve. Pero Trotski logró convencer a un campesino para que le condujera en un trineo de renos a través de regiones deshabitadas; y, siguiendo una senda de renos, intransitable para los caballos, recorrieron cuatrocientas treinta millas en una semana. Después atravesó los Urales a caballo, haciéndose pasar por un funcionario; luego tomó un tren, envió un telegrama a Sedova para que se reuniera con él; finalmente, el matrimonio llegó sano y salvo a Finlandia, donde ya se hallaban instalados Lenin y Mártov.
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