Decidí visitar a Gregario un sábado por la tarde, tres semanas después de su última salida del hospital. No fue fácil resolverme a buscarlo. Lo cavilé durante meses. Le temía al reencuentro como quien teme una emboscada. Esa tarde di varias vueltas por la calle sin atreverme a tocar su puerta. Cuando por fin lo hice me hallaba nervioso, inquieto y -por qué no decirlo algo acobardado.
Me abrió su madre. Me saludó
afectuosa y sin mayor trámite me hizo pasar a la sala, como si aguardara mi
retorno desde hacía tiempo. Llamó a su hijo. Grego rio apareció por la
escalera. Lentamente descendió los peldaños. Se detuvo y se recargó en el
barandal. Escrutó mi rostro unos segundos sonrió y caminó hacia mí para darme
un abrazo. Su vehemencia me cohibió y no hallé el modo de corresponder a su
afecto. Ignoraba si de verdad me había perdonado o, más bien, nos habíamos
perdonado.
Su madre dijo algunas frases
insustanciales y se retiró para dejarnos a solas. Como solíamos hacerlo,
subimos al cuarto de Gregario. Entramos y él emparejó la puerta desprovista de
cerradura. Se recostó sobre la cama. Lo noté relajado, tranquilo. Nada en su
semblante me hizo suponer que fingía. Por fin parecía recobrar la paz.
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