El hombre de la bata roja, Julian Barnes, p. 222
La justicia francesa siempre fue
más sensible a las ideas abstractas que la justicia inglesa, y también al
despliegue de ingenio por parte del acusado. En 1894, Félix Fénéon, crítico de
arte,· periodista, agente literario y artístico -el único marchante en quien
Matisse confió nunca-, fue detenido por la policía en una redada de
anarquistas. No fue por mala suerte: Fénéon era un anarquista comprometido, de
palabra y de obra. En un registro policial de su despacho la policía encontró
un frasquito de mercurio y una caja de
cerillas que contenía once detonadores. La inverosímil explicación que dio,
equivalente a decir lo típico de que «ni sabía que estaban», fue que su padre
-que había muerto recientemente y por lo tanto no estaba tristemente en condiciones
de declarar- los había encontrado en la calle. Cuando el juez le señaló que le
habían visto hablando con un anarquista conocido detrás de una farola de gas, Fenéon
respondió tranquilamente: «¿Puede decirme, señor presidente, qué lado de una
farola de gas es su parte trasera? » Tratándose de Francia, su agudeza y su
descaro no le perjudicaron ante el jurado, que le absolvió.
Al año siguiente, Osear Wilde,
quizá creyendo que estaba en Francia, libró una batalla de agudeza y descaro
con Edward Carson, consejero de la reina, hasta darse cuenta de que no le
beneficiaba ante un tribunal y un jurado ingleses. Casualmente fue también el
año en que Toulouse-Lautrec retrató a Osear Wilde y a Fénéon con un perfil
rechoncho y cadavérico, respectivamente, presenciando codo con codo el baile
moro de La Goulue en el Moulin Rouge.
En 1898, cuando Wilde reapareció
en París al salir de la cárcel, Fénéon fue uno de los que le recibió
efusivamente y lo llevó a cenas y al teatro. Pero Wilde estaba abatido con
frecuencia y admitió que le había tentado la idea de suicidarse y había bajado
al Sena con este propósito. En el Pont Neuf había encontrado a un hombre de
aspecto extraño que miraba al río. Pensando que estaba tan desesperado como él,
Wilde le preguntó: “¿También usted es un candidato al suicidio?» «No»,
respondió el hombre, «¡yo soy peluquero!» Según Fénéon, esta incongruencia
convenció a Wilde de que la vida seguía siendo lo bastante cómica para
soportarla.
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