El héroe Belerofonte era o bien hijo de GLAUCO, rey de Corinto, o bien de Poseidón, dios del mar. Lo que es seguro es que la madre fue EURÍNOME, por la que sentía predilección Atenea, que la instruyó en sabiduría, buen juicio y todas las artes que la diosa dominaba.
La historia de Belerofonte sugiere que por más atlético, valiente, cabal y atractivo que fuese, quizá estaba un poco más mimado de la cuenta por su complaciente madre y por Glauco, que -independientemente de que Poseidón fuese o no su auténtico padre- crió al muchacho como a un hijo propio y verdadero príncipe de Corinto.
Belerofonte creció consciente del cotilleo generalizado que explicaba cómo Poseidón se había colado en la cama de su madre y lo había engendrado a él, pero no le daba mucha importancia. Nunca le había atraído el mar y, por experiencia propia, parecía tremendamente falto de poderes divinos. Por otro lado, tenía un hermano, DELÍADES, ambos tan distintos en carácter y aspecto físico como era posible, cosa que ciertamente podía insinuar una paternidad diferente. Y por el otro otro lado, a Belerofonte siempre se le habían dado bien los caballos. Los caballos eran un poco el patio del recreo del dios del mar. A Belerofonte le enseñaron en el colegio que en los primeros tiempos de los dioses Poseidón creó al primer caballo como regalo para su hermana Deméter. El dios había formado toda clase de animales que había ido desechando hasta que dio con la creación perfecta. Los animales descartados -los fallos- habían sido el hipopótamo, la jirafa, el camello, el burro y la cebra, según se iba acercando a las proporciones, la belleza y el equilibrio del caballo. Pero aquello era un cuento de hadas para niños, intuía Belerofonte a medida que llegaba a la adolescencia. Lo mismo que todas las historias de dioses, semidioses, ninfas, faunos y bestias mágicas con las que le habían llenado la cabeza desde que echó a andar y a hablar. Lo único que sabía era que Corinto era una ciudad grande y ajetreada y un reino lleno de hombres muy reales y muy mortales; y si bien había una gran cantidad de sacerdotes y sacerdotisas por allí, él nunca había visto ni rastro de cosa inmortal o divina. Ningún dios se le había manifestado, a ninguno de sus amigos lo habían convertido en flor ni había sido fulminado por un rayo.
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