La vida posterior de Orfeo fue
triste. Tras un segundo y largo periodo de duelo, volvió a coger la lira y
continuó componiendo, tocando y cantando el resto de su vida, pero nunca
encontró una mujer que superase a su Eurídice. De hecho, varias fuentes relatan
que se alejó de las mujeres por completo y prodigó el afecto que le quedaba a
los jóvenes muchachos de Tracia.
Las mujeres
tracias, las ciconas, las seguidoras de Dioniso, estaban tan furiosas por su
desinterés que le tiraban palos y piedras a Orfeo. Sin embargo, los palos y las
piedras estaban tan encantados por su música que se quedaban flotando en el
aire y se negaban a lastimarlo.
Finalmente, las mujeres ciconas
no pudieron soportar por más tiempo la degradaci6n y la ofensa de ser ignoradas
y en medio de un ataque de histeria báquica despedazaron a Orfeo tirando de sus
extremidades y retorciéndole la cabeza hasta arrancársela de los hombros. Las
doradas armonías de Apolo siempre fueron una afrenta para las oscuras danzas y ditirambos
dionisíacos.
La cabeza de
Orfeo, que no dejaba de cantar, la lanzaron al río Ebro, donde se fue flotando
hasta el Egeo. Finalmente acabó en la playa de Lesbos; la recogieron los
habitantes de la isla y la pusieron en una cueva. Durante muchos años, la gente
acudía a la cueva de todas partes para plantearle preguntas a la cabeza de
Orfeo, y esta cantaba siempre unas profecías tremendamente mel6dicas en
respuesta.
En un momento
dado, Apolo, el padre de Orfeo, celoso tal vez de que el santuario amenazase la
supremacía de su oráculo en Delfos, lo silenci6. Calíope, su madre, encontró su
lira dorada y se la llev6 a los cielos, y allí la colocaron entre las estrellas
como la constelaci6n de la Lira, que incluye Vega, la quinta estrella más
brillante del firmamento. Sus tías, las otras ocho musas, reunieron los pedazos
de su cuerpo y los enterraron en Libetra, bajo el monte Olimpo, donde los
ruiseñores siguen cantando sobre su tumba.
En paz al fin,
el espíritu de Orfeo descendi6 una vez más al inframundo donde se reunió definitivamente
con su amada Eurídice. Gracias a Offenbach, cada día siguen bailando un
jubiloso cancán juntos en el reino de los muertos.
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