Dante, Alessandro Barbero, p. 80
Sin duda el amor se adueñó de él, y «me mandaba a menudo que procurase ver a aquella criatura angelical; yo, pueril, iba a buscarla». Pero estaba enamorado de Beatrice, no de cualquiera, y el objeto de aquel amor era tan noble que disipaba toda irracionalidad incluso en la mente del muchachito desesperado. Nunca, asegura Dante, el amor se apropió de él al punto de ahogar «el fiel consejo de la razón», porque la mujer de quien estaba enamorado era sublime.
Es, según Silvia Vegetti Finzi,
amor platónico. Y Dante admite haberlo cultivado durante años sin haber
intercambiado con Beatrice ni siquiera una palabra. La separación entre
géneros, como se ha dicho, era rigurosa, y a juzgar por ciertos comentarios del
poeta se diría que en la Florencia de Dante lo era más que en otros lugares.
Todo parece indicar que las mujeres estaban casi siempre con mujeres, y en
consecuencia los hombres con otros hombres; se cruzaban por la calle, se
saludaban, pero las ocasiones en que jóvenes de ambos sexos podían estar juntos
eran limitadas y preciosas. Después de aquel primer encuentro, el niño intentó
a menudo ver a la niña, pero no llegó ni siquiera a saludarla ni a presentarse.
Es probable que no volviera a verla durante años, porque en las ciudades
toscanas, en cuanto una niña se acercaba a la pubertad, los padres evitaban que
saliera encerrándola en casa. Más tarde, exactamente en 1283, nueve años
después, se cruzaron en la calle. Aunque eran casi coetáneos, su posición en la
sociedad era distinta: con dieciocho años Dante aún era un adolescente lleno de
deseos insatisfechos, mientras que Beatrice, con diecisiete recién cumplidos,
era una mujer casada. Podía salir de casa, pero difícilmente sola considerado
el rango de su marido, el caballero Simone de' Bardi. Aquel día iba acompañada
de otras mujeres mayores y, por primera vez, se percató de Dante. Él, como
cualquier torpe adolescente, estaba nervioso («atemorizado») e intentaba
ocultarse, pero la mirada de Beatrice se cruzó con la suya y ella lo saludó (
«me vi transportado a los últimos linderos de felicidad »). ¡ Era la primera
vez que oía su voz!
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